Algo o alguien me impulsa a deambular sin rumbo por las calles de Madrid. De manera pomposa a veces me creo un astuto flaneur cuya elección de girar hacia izquierda o derecha, de elegir un camino llano o un trecho trufado de cuestas no es un hecho menor y que dicha elección constituye con toda propiedad un acto creativo que despliega un mundo de posibilidades a la vez que oculta el resto, tal y como un artista pule su material eligiendo qué incluir y qué desechar en su obra, pero que en cierta manera también atribuye orgullosamente parte de sus mayores hallazgos a la pura casualidad.
Sin embargo, cierto determinismo magnético es quien a menudo guía de manera remota nuestros pasos, tirando de resortes meramente maquínicos de nuestra psique, donde el influjo esotérico de la orografía encaja falazmente mapa y territorio de la misma manera que nuestro pensamiento reproduce la parasitaria relación entre simulacro y realidad. Hay ciertas derivas laberínticas de las que no somos conscientes y a las que somos lanzados de manera hipnótica por Minotauros psíquicos que pacientemente esperan su tributo al final del camino, día tras día remontando a contracorriente el río que previamente diseñó para nosotros un Coronel Kurtz que ejerce como el final boss de un videojuego ocultamente programado en forma de loop para lemmings humanos.
Residiendo casi toda mi vida en el distrito madrileño de Ciudad Lineal he vivido tanto con mis padres a escasos cincuenta metros del Tanatorio de la M-30 como posteriormente al mudarme, dentro del mismo distrito, a la parte de la Calle Alcalá que linda en la acera de enfrente con el vetusto barrio de la Elipa, cuyas entrañas cobijan la antiguamente conocida como Necrópolis del Este (actualmente Cementerio de la Almudena). Tiempo caducado y sensación de atemporalidad es lo que desprenden numerosas calles de la zona, especialmente La Elipa con sus aceras trufadas de añejos talleres y abigarrados colmados de barrio que podrían ser los mismos que hace 30 años.
En un gran número de ocasiones, probablemente más de las que me gusta reconocer, mientras paseo calle Alcalá abajo en dirección a Quintana, la sinuosa cuesta de Ezequiel Solana, lugar donde tuvieron el primer piso mis padres después de casarse, se alza vigorosamente sobre el eje perpendicular de mi paseo y me siento impelido una vez más a recorrer inmisericordemente el camino que sube por dichas calles hasta los gastados muros del Cementerio de la Almudena, observado en todo momento desde lo alto por nuestra modesta versión local del Ojo de Saurón, El Pirulí de Torrespaña, que a un costado del Cementerio domina toda la arteria principal de circunvalación de Madrid, la M-30. Dejemos los desvaríos fálico-freudianos para aquellos que gusten de ello, pero sí debo reconocer que, sea cual sea ,el influjo que dicho ciclópeo artefacto del pasado ejerce sobre mí se hace notar durante todo el trayecto reforzando si cabe más el atrofiado sentido del tiempo que se cierne sobre esas calles.
Baudelaire al describir el sentimiento del flaneur penetrando en la multitud decía que en ella el paseante sentía “como un inmenso cúmulo de energía eléctrica, un caleidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida”. Si a esta cita le yuxtaponemos otra de Borges,“El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos”, y hacemos una síntesis de las dos fácilmente podría resumir cual es el estado de ánimo que se apodera de mí cuando llego al pórtico de entrada modernista situado en el cruce entre las avenidas de Daroca y de las Trece Rosas. Una corriente telúrica que te conmina a iniciar una conversación imposible con cinco millones de almas, ya superando el número de vivos fuera de sus muros, que en ahogada quietud reflejan como un espejo todo lo que somos y lo que nunca seremos a través de un errabundo deambular sobre gastadas lápidas en ruinoso estado, mausoleos de glorias pasadas que ya nadie recuerda o anónimos nichos apilados uniformemente. Y sin embargo, dicha solemnidad contrasta con un cierto aspecto de vecindad, de una ciudad dentro de otra que me transmite el Cementerio. Una comunidad con su propio siniestro portero, Fausto, al que siempre saludo a la entrada del mencionado pórtico. Fausto es el nombre de la estatua, el ángel anunciador del Juicio Final con una trompeta en su regazo, que corona la Capilla de la Necrópolis de Nuestra Sra. de la Almudena y que, según cuentan ciertas historias macabras que corrían por la época, quien oía el sonido de su funesta trompeta tenía por seguro que su tiempo de vida se estaba agotando muriendo al poco tiempo de hacerlo. En base a esa superstición está documentado cómo se cambió la postura de la escultura que pasó de tener la trompeta cerca de sus labios a dejarla sobre las rodillas del ángel en un intento por alejar el mal presagio. Otro detalle que me evoca la cercanía y la sensación de una orbe de muertos independiente dentro de la propia ciudad es el hecho de que el cementerio cuente con su propio medio de transporte ya que durante varios kilómetros la línea 110 de autobús transcurre por las mismas entrañas del cementerio dando lugar a sus propias supersticiones en las que algunos conductores aseguran que al entrar la noche el timbre de parada se activa más de una vez, estando el autobus totalmente vacío en ese momento.
Dentro del mismo Cementerio me gusta imaginar como una red simbiótica subterránea de alguna manera traza lazos, semejanzas y sincronicidades en relación de igualdad entre sus habitantes, algo así como un rizoma subrepticio que despliega ese cúmulo de energía cósmica, de multiplicidad de la vida de la que hablaba Baudelaire. Un rizoma que, como defendían Deleuze y Guattari , es un tallo subterráneo de copiosas y enrevesadas ramificaciones, donde la relación entre el todo y las partes es de igual a igual y al contrario que en un árbol, donde a partir de un principio de máxima autoridad, el tronco, van surgiendo las ideas subordinadas, sus ramas. Esa sensación de autoridad, de intento de domesticar las potencialidades latentes la tengo muy presente por ejemplo cuando paseo por parques o jardines donde el hombre intenta en cierta manera domesticar la naturaleza, hacerla comprensible mediante un diseño a su escala, así como hemos intentado desde el principio de los tiempos con herramientas como la mitología o el lenguaje que intentan traducir a nuestra medida todos aquellos aspectos de la vida que nuestra mente no puede asir. Por el contrario, cuando hablo de la relación de igualdad entre los muertos que siento al pasear por la Almudena no me refiero al concepto medieval de La Danza de la Muerte donde la Muerte nos llega a todos igual y pone de manifiesto la futilidad de la vida y sus placeres, sino todo lo contrario, de una exaltación vital, del tributo que supone que la vida se abra paso a través de la muerte, en un ciclo de regeneración perfecto donde una no se da sin la participación de la otra.
Ese paseo, sea voluntario , o como explicaba al principio, determinado por daimones orográficos, o quizás, acercándome aún más a lo cierto, siendo una mezcla de ambos factores, se convierte en una libación, donde a lo largo del todo el caminar, el tributo derramado en homenaje a los muertos es un líquido que sin duda embriaga y permite despojarse de una impostada personalidad para fundirse con el magma de un eterno retorno que excede nuestro entendimiento
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